Cada época tiene sus modas,
es fácil de apreciar, pero también sus convencimientos, sus propios valores que
se cambian con el tiempo, si bien algunos de estos perduran tras una selección
y se asientan formando un tejido conceptual en la sociedad. La labor de la
Enseñanza es trasmitir estos contenidos a las generaciones más jóvenes como una
pretensión de perpetuarse los mayores a sí mismos. Corroborando a E. Durkeim,
sociólogo del siglo XIX, una de las acciones más primarias que ha tenido el
hombre es enseñar a sus semejantes, de esta forma el primero se perpetúa y el
segundo se humaniza, se hace como la sociedad quiere que sea. El educador es un
trasmisor de esos modelos conforme al prototipo de persona que la sociedad
idea.
Cabe el peligro, no
obstante, de diseñar una enseñanza muy sobrecargada de contenidos ideológicos,
una escuela más ocupada en inculcar fervores y certidumbres inquebrantables que
en suscitar un pensamiento crítico. Proviene de sociedades rígidas o de
gobiernos autocráticos. Por el contrario, en sociedades democráticas se busca
la apertura y la aceptación plural, el educador debe adoptar una postura
abierta por respeto al discípulo, dejar una ventana por donde pueda penetrar la
modificación, la crítica que permita la renovación, mantener la máxima de
“enseñar a aprender”; el método aplicado conviene que sea la dialéctica, el
razonamiento, la argumentación para que el alumno pueda aportarse a sí mismo
unos conocimientos tras una reflexión.
Por lo tanto, ha cambiado la
forma de enseñar y, aunque sea un poco repetitivo exponer el pasado, conviene
hacerlo para evitar los mimos errores. En el recuerdo de muchos están aquellas
escenas de cuando entrábamos en la escuela, formábamos filas por clases, nos
cuadrábamos y nos poníamos firmes, se izaban las banderas, cantábamos el himno
nacional con la letra de José María Pemán, seguidamente el Cara sol y el
Oriamendi. Marcando el paso entrábamos en el aula presidida por un crucifijo
acodado por Franco tonante y José Antonio con correaje, se rezaba una oración.
Ese modelo respondía a unas concepciones autoritarias, monolíticas e
irreflexivas. Los contenidos de las materias conceptuales, como la Historia,
Geografía, Filosofía u otras también estaban tamizados bajo ese prisma
ideológico. Era una enseñanza para crear adeptos. Las asignaturas de Religión y
Formación del Espíritu Nacional se impartían hasta tercer curso de carrera
universitaria.
Todo eso cambia con la
entrada en vigor de la Ley General de Educación de 1970, primero, que, aunque
acata los principios generales del Movimiento y Leyes fundamentales, aspiraba a
la formación humana integral, el desarrollo armónico de la personalidad y la
preparación para el ejercicio responsable de la libertad, inspirados en el
concepto cristiano de la vida.Estructuraba la enseñanza en EGB, BUP y Formación
Profesional. Más tarde, la trasformación valorativa del alumno se terminaría
con ley orgánica de 1990, conocida por LOGSE, que se pone como objetivo la
formación del alumno en la libertad, la tolerancia, la solidaridad de una
manera crítica y en una sociedad plural, con valores éticos y morales. Se
admite ya la diversidad, la opinión discrepante, la complejidad. Es más, se responsabiliza a colectividad en
una tarea que es de todos a través el Consejo Escolar, donde tienen también
representación los alumnos.
Lo peor de una educación
cerrada es carecer de ideas divergentes y no poder contrastar, valorar y
seleccionar. La formación que recibe así el alumno no puede ser más que un
resultado sesgado, consecuencia también, y a veces, de un docente que no ha
sabido ahondar en los valores de la diversidad. La enseñanza implica una labor
de arte que con la exigencia coactiva obliga al alumno a descubrir y a que
florezca la plena libertad de escoger, incluso que pueda manifestar una
rebeldía responsable. Aprender y enseñar es descubrir caminos de libertad, una
de las facultades de hombre.
Burgos, 19 de marzo de 2013
Santos María Martínez
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